Rosita la Inocente fue al taller mecánico de pura casualidad
porque necesitaba recoger un encargo.
No esperaba sorprenderlo trabajando, él estaba debajo de un auto,
entre fierros, aceite negro y agujeros.
Cuando se dio cuenta de la presencia de Rosita
se deslizó raudo, se sacó los guantes y se levantó para saludarla con una sonrisa.
Tenía su overol en la cintura
entonces Rosita
podía ver todo su torso flaco y muscular
sin una gota de grasa.
Con suavidad él inclinaba su cabeza para conversarle
y ella miraba sus clavículas marcadas.
Debería darme tranquilidad estar frente a un hombre hermoso y amable. Pero lo que verdaderamente me pasa es un vértigo con el que me muero de miedo porque de forma automática me convierto en el diablo. Aparecen las ganas de hacerle daño, porque puedo y sobre todo porque quiero.
Y mientras tanto él me pregunta tan tierno y alegre: “Rosita, ¿en qué te puedo ayudar?”
Sé que pronto estaré tocando su cuerpo y envenenaré su espíritu entusiasta. Pero me muero y nadie se da cuenta, nadie me va a echar la culpa, nadie sabe que el demonio soy yo.