Hubo una pequeña polémica en Internet por el cargo que ocupa en la Universidad de Chile el hermano menor de Gabriel Boric. Recién egresado de periodismo gana 2.700.000 al mes.
Uno de los portales más tontos del país decía que era por intervención de su hermano diputado. Algo poco verosímil, artificial, pero sobre todo algo muy ingenuo.
¿Por qué gana tanta plata un hombre tan joven? ¿Por qué es él quien tiene ese cargo tan deseado? No es por una intervención poco ética en particular, menos de parte de prácticamente el único diputado decente que existe en Chile, es por algo mucho más desolador, es porque es un privilegiado.
El privilegio es invisible, me decía el profesor Rumens en las primeras clases de teoría crítica, y su invisibilidad es tan poderosa que no sólo el que detenta el privilegio no lo ve sino que todo el entorno parece omitirlo.
Para defender al joven Boric de la acusación, acudió gran parte de la comunidad universitaria. Supongo que es lo que corresponde en estos tiempos de podredumbre política. Pero me pareció que el encandilamiento fue excesivo: estudiantes afirmaron con claridad que su posición actual es fruto de su esfuerzo, funcionarios manifestaron que en vez de reclamar hay que felicitarlo por sus “legítimos éxitos”, Faride Zerán, premiada periodista y su jefa, hizo una declaración pública al día siguiente de la polémica, incluso insinuó que tras el cuestionamiento a su supervisado habrían grupos conspirando.
Todos celebran estos gestos, periodistas de la generación de Boric que deben llegar apenas a fin de mes aplauden y defienden el asunto.
No es normal en Chile tener semejante sueldo y cargo siendo un periodista recién egresado y con escasa experiencia laboral real. Decenas de periodistas que conozco van a cumplir diez años trabajando y siguen ganando menos de un cuarto que lo que gana Boric, hay editores de medios que ganan 700 lucas, yo misma que he tenido la “suerte” de llevar casi seis años sin dejar de trabajar con algún tipo de contrato y que tengo un magíster de una universidad top 50 del mundo apenas gano un poco más de la mitad que el periodista Boric. Para qué mencionar los miles de casos de profesionales cesantes egresados incluso de universidades decentes que viven pegados al computador mirando las bolsas de empleo con la incertidumbre de si les saldrá un pituto pronto o no.
Me indigna que gente que se educó en la universidad pública no cuestione el tema, no para que echen a Boric, eso no me importa, sino para ocupar este ejemplo tan evidente de cómo los mismos trayectos académico-profesionales se bifurcan para siempre cuando se trata de privilegio. En este caso de privilegio por ser hombre, adinerado, que creció con servidumbre, que debe hablar inglés desde que se acuerda, que, en resumen, tuvo tanta suerte de nacer donde nació que al parecer resultó ser un buen cabro toda su vida y hoy es un ejemplo al que todo el mundo quiere y respeta.
El esfuerzo de un cuico lo posiciona en lugares fantásticos. Para que quienes somos de clase trabajadora estemos en esos lugares se necesitan esfuerzos EXTRAORDINARIOS, que implican sacrificios que un rico jamás tendrá que hacer. Y mientras mejor te vaya, más ricos conocerás que están en las mismas posiciones que tú pero que a ellos no les costó nada. Y como si todo lo anterior fuera poco habrá que soportar a los séquitos de esos ricos que, padeciendo una variante del Síndrome de Estocolmo, no tendrán problema en defender las lógicas de la meritocracia e insinuarte que quienes no tienen esa posición son simplemente peores y que a los rubios también se les discrimina.
Lo bueno es que es algo con lo que se aprende a vivir, porque algo pasa, algo para lo que todavía no tengo una explicación clara. Se trata de encontrar una especie de serenidad desde ese odio y resentimiento que nos hace sentir este laboratorio neoliberal llamado Chile. “Comme si cette grande colère m’avait purgué du mal” (Como si esta ira inmensa me hubiera purgado del mal) dice Albert Camus al final de El Extranjero en uno de los pasajes más hermosos de la literatura universal para reivindicar la razón individual ante un mundo injusto y estúpido.
Tal como Mersault, el protagonista del libro, los de la clase trabajadora podemos alcanzar la felicidad en este mundo de mierda donde a las hordas de cuicos sin talento sumidos en la burbuja del privilegio se les celebra todo. Llega un punto donde la buena onda de las élites ya no nos parece sinónimo de “legítimos éxitos” sino un espectáculo decadente, y lo mejor de todo es que cuando llegamos a esa felicidad, el odio que nos llega lo celebramos, nos cagamos de la risa y nos dedicamos a luchar por un mundo digno, igualitario, enriquecedor y sin explotación. Un mundo sin cuicos.