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Un país que no valora el trabajo duro

Sebastián Piñera y Gabriel Boric se parecen más de lo que creen. Leía el otro día una entrevista a Cristóbal Briceño concedida durante la era Piñera donde comentaba cómo los chilenos premiaban al empresario especulador haciéndolo presidente, valorando aquellas habilidades como el buen ojo para los negocios, el sentido de oportunidad, todas esas mitologías capitalistas que hacen parecer alcanzable el sueño de ser millonario a punta solamente de pillerías. Esta fantasía no es literalmente extrapolable a los contextos de izquierda actual donde el deseo de dinero no se admite públicamente, donde el tipo de capital más valorado es de un orden moral e intelectual. Pero si bien el patrimonio de Piñera no se compara con la pequeña fortuna de Boric obtenida en sus años como diputado además de la dieta vitalicia que se consiguió, sí me parece que hay un factor en común entre ambas figuras.

El actual presidente de Chile de vez en cuando es atacado en redes sociales por no tener título universitario, críticos sostienen que aquello es una de las muchas expresiones de la segregada sociedad chilena en la que una persona de clase alta apenas encuentra obstáculos en su trayectoria profesional, en este caso obtener el trabajo más importante del país teniendo apenas un diploma de estudios secundarios. Cuando estas críticas son levantadas, los seguidores de Boric defienden sus años de trabajo en la política universitaria como si eso fuera comparable a la experiencia laboral o académica, justificando así la indiferencia y postergación hacia los estudios durante los años en que estuvo matriculado en la facultad de derecho. Este blindaje que excusa las nulas credenciales intelectuales y laborales de Gabriel Boric me resulta equivalente a la fantasía que habitan los admiradores de Sebastián Piñera, es el mismo deseo y aspiración de conseguir el anhelado prestigio social a cambio de muy poco pero esta vez en territorio progresista. La seguidilla de nombramientos de gente escasamente capacitada en posiciones importantes del gobierno y ganando sueldazos sólo contribuye a alimentar este sueño en el que sin necesidad de cumplir con estándares formales es posible ser merecedor de riqueza y reconocimiento.

Como siempre, estos fenómenos de la política chilena tienen su correspondencia en Estados Unidos, modelo moral del país desde los años de la dictadura. Es el caso de la cultura que celebra a los millonarios y su supuesta forma tan especial de pensar que si las personas la incorporaran a sus vidas podrían lograr los mismos éxitos económicos, complementario a estos discursos existen millones de estadounidenses que gustan de defender las cuestionables trayectorias de personas como Elon Musk, Jeff Bezos y otros oligarcas. También es en Estados Unidos donde emergen cientos de figuras progresistas de densidad intelectual mediocre que han desarrollado sus carreras en redes sociales y no en el estudio riguroso como se podría esperar del sector político que declara la educación como una prioridad. Este desprecio al trabajo duro incluso escapa de la división izquierda-derecha y aparece en manifestaciones de corte libertario antisistémico como en el caso de las criptomonedas y la comunidad de personas que ven como algo deseable la posibilidad de que sus inversiones digitales se multipliquen sin haber hecho nada de valor.

Y pienso en la crítica de Simone de Beauvoir sobre la miopía y el cortoplacismo de los valores neoliberales, porque difícilmente un país será viable si es que todos están inventando que la flojera personal es en realidad valiosa y un ejemplo a imitar. Aquellos con interés en las políticas públicas seguramente podrán hacer múltiples proyecciones poco auspiciosas respecto al problema de una sociedad de buenos para nada. Sin embargo, mi fascinación personal es con estos engaños colectivos, con esa cobardía en la que nadie se atreve a declarar su deseo de plata y reconocimiento a cambio de nada. Ni siquiera se atreven a decir que flojear es bacán.